jueves, 28 de diciembre de 2023

Los lirios púrpura de Van Gogh

Todos los fines de semana vamos a comer a casa de mis abuelos. Está ubicada en medio del extrarradio, en uno de esos pueblos a caballo entre la ciudad y el campo.

Ellos viven solos, entre un montón de recuerdos de la infancia de sus cinco hijos y cuatro nietos. En el sótano puedes encontrar desde un caballito de madera de 1953 a la Barbie esquiadora de los 90. Esa mezcla te hace corroborar el paso del tiempo y tamibén sentirte parte del mismo.

El salón, de amplias dimensiones, cuenta con ese contraste entre muebles dengue de hace casi un siglo y los sillones de Ikea estilo nórdico. Este mix es una metáfora de la familia: una mezcla de generaciones con diferentes pensamientos, cultura y formas de vida que cohabitan en un mismo espacio del corazón de cada uno de sus miembros.

Coronando el gran sofá de cuatro plazas luce un cuadro de más de dos metros de largo cuyos colores ofrecen un llamamiento a la vista. Lleva ahí desde que tengo recuerdos, más de cuarenta años. Cuando era pequeña me llamaba la atención pues tenía colores contrastados, un fondo con un precioso amarillo chillón, con un jarrón con flores violetas y sus ramas verdes. Me encantaba la luz y vida que desprendían esos colores.

Cuando terminábamos de comer, nos solíamos tumbar todos en los sofás y la siesta común era nuestra sobremesa particular. Recuerdo que a la edad de seis o siete años, me tumbaba boca arriba en el regazo de mi tía y miraba al cuadro obnubilada hasta quedarme dormida.

Más de treinta años después, aunque con algunas faltas, el ritual familiar seguía siendo el mismo. Mi tía favorita había fallecido ese mismo año. Por primera vez no pude tumbarme  en su regazo, así que me adueñé de ese sofá, no quería que nadie profanara su lugar.

Al tumbarme eché la vista al cuadro. Ahí seguían sus lirios violetas y su fondo amarillo. Pero ahora mi mirada era otra y lo que de pequeña me había parecido brillo, alegría y vida se convirtió en todo lo contrario. Por primera vez me di cuenta que el cuadro representaba la decadencia y tras ella, la muerte. Las flores estaban tristes, decaídas, formando parte de una total naturaleza muerta, tal y como el autor quiso representar. El contraste entre la luz y la oscuridad, el bien y  el mal, la vida y la muerte en todo su esplendor.

Al principio me puse triste al darme cuenta cómo cambia la mirada de un niño cuando se convierte en adulto, pero antes de cerrar los ojos sonreí y lo entendí todo: sin muerte, no hubiera habido el milagro y el gran regalo que es la vida y con esto me dije: que lo único que pudra tus flores recién cortadas sea todo lo vivido.

domingo, 26 de febrero de 2023

De vuelta

Ha vuelto a aparecer. Siempre lo hace y viene acompañada de una frenada que nos obliga a levantar el pie del acelerador. No falla a su cita, ya está aquí. Ha venido para recordarme que las cosas no son siempre fáciles (ni siempre difíciles), y a poner de manifiesto que lo único que es esencial es el ahora. La importancia del momento presente, dicen, el equilibrio para la felicidad.

Pero, ¿cómo es posible mantenerse firme, hacer apología del carpe diem cuando ocurren terremotos y derrumbes a tu alrededor? ¿Cómo se puede mantener la entereza, disfrutar de cada respiro sin miedo si no es bajo el efecto de las drogas y el alcohol? Así hacen muchos para poder mantenerse despiertos en el mundo de sus sueños y no en el que les ha tocado estar, pero no, esta tampoco es la solución.

Cuando el dolor está alrededor, solamente queda acompañarlo. Echarle a gritos no sirve para nada. Llorarlo provoca un alivio momentáneo. Hablarlo es un pequeño antídoto ante el veneno que ha sido inyectado.

No queda otra opción más que dejar que este dolor nos meza. Al igual que nos desarrollamos en una balsa de agua, en posición fetal y sin aspavientos, así debemos permitir que el dolor recorra nuestro cuerpo, como algo natural, inherente a la vida en cualquiera de sus formas.

Y es que tengo miedo, lo reconozco. No sé si tengo más miedo a la vida o a la muerte, o a la muerte en vida, quizás. Y es que ¡qué ironía! con lo valiente que soy para todo... Puto miedo, es como una serpiente que se enlaza alrededor del cuello, que te agarra y aprieta hasta dejarte sin conocimiento; me hace perder la perspectiva y me provoca mareos. Me posee y me desboca, se abalanza a mí como un amante ante su presa, el cazador cazado por la bestia agazapada en el olvido.

Solamente nos queda fluir, dejarnos llevar entre las crestas de las olas, a veces más furiosas, otras veces más tranquilas, pero siempre presentes, para que no nos olvidemos de la maravilla que tenemos en el espejo, justo en frente de nosotros mismos, este gran regalo que es la vida. Y es que ante un mar de miedos y dudas o te quedas flotando haciéndote el muerto o navegas a pesar de la corriente.

domingo, 11 de diciembre de 2022

Reconectar.

Llevaba unos años desconectada de mi misma. Como si hubiera puesto el modo avión y hubiera silenciado los estímulos creativos que durante toda mi vida habían estado en ebullición dentro de mi.

Me había pasado los últimos dos o tres años hibernando en silencio, con la cobertura perdida entre el yo interior y el yo exterior. Puede que me dejara llevar por el ambiente en el que me movía, o puede que fuera una elección inconsciente de aparcar la creatividad a un lado e ir a lo fácil, a todo aquello que no fuera complicado y que no conllevara una catarsis. Pero resulta que me estaba equivocando y que quedándome vacía cerebralmente me estaba encerrando a mí misma en una prisión, en un cautiverio en el que los pensamientos negativos y angustiosos se paseaban a su antojo por los entresijos de mi cabeza.

A veces somos nosotros mismos los que nos apagamos por miedo a la pulsión creativa, por miedo al pensamiento lateral, por miedo a todo aquello que nos haga vibrar y salir de una mente cerrada, de lo establecido, del lugar donde nos han metido a cañón.

Siempre le he sacado punta al lápiz. El arte me ha acompañado a lo largo de toda mi vida, bien a través de la lectura, la escritura, el estudio de las artes audiovisuales, plásticas o bien con la observación y reflexión ante lo cotidiano. Me interesa mucho la psicología, el comportamiento humano, el contexto social. Me gusta entender los por qué ante ciertas reacciones y buscarle un significado a todo. Extraigo enseñanzas filosóficas del cine y la lectura pero también de todo lo que ocurre a mí alrededor y, por supuesto, de las personas con las que comparto mi vida, incluida yo misma. Y lo hago porque todo esto me ayuda a sanarme y a crecer desde un punto de vista espiritual. Pero no me acordaba... 

Creo que todo mi encierro mental vino a raíz de la pandemia (siempre la culpable en esta película). Tengo que decir que durante esos meses de angustia en todos los niveles vitales, de subidas y bajadas, de desesperación, frustración, miedo y rabia sí que surgió la llama de la creatividad. Pero en la post pandemia cometimos el error de dar por cerrada una etapa sin haber analizado y sanado sus consecuencias. Nos envolvimos en la sinuosidad del carpe diem, arrasando con el tiempo que supuestamente la pandemia nos había quitado. Volvió el hedonismo pero no nos dimos cuenta de que venía disfrazado, ocultando todas las cicatrices mentales que llevamos arrastrando crisis tras crisis, desde que el 2008 nos convirtió en una generación buscavidas, de triunfantes fracasados. Y eso que yo no me puedo quejar de nada, pero arrastro la conciencia de una generación de personas, de amigos como yo, pero con menos recursos (no me refiero a los materiales) y quizás, con menos suerte.

Un mensaje de madrugada encendió de nuevo la llama del despertar. Hacía más de una década en la que el contacto entre nosotros había sido relegado a mínimos retazos. Y de repente, como habitual durante los últimos veinte años, en el momento preciso, volvió para que mi yo interior hiciera un click y me recordó la persona que era mucho antes de poner el modo avión.

Reconectar es una mirada al pasado, un reencuentro entre dos personas que tienen mucho en común, pues son la misma, pero que ahora, en el grado en el que están, pueden diseccionar las partes con las que se quieren quedar. Para siempre.

Así que estas últimas semanas no he parado de leer, de descubrir música, de ver cine de autor, de desviar el pensamiento fuera de lo cotidiano, de entender y de recapacitar, de hasta incluso hacer una constelación familiar (sin comentarios), de abrir la mente y dejar que entre el aire desde mi ventana interior. De hacer las cosas que siempre me ha gustado hacer. Porque a veces lo único que necesitamos es ventilar el ambiente para dejar paso al aire limpio desterrando la nube de toxicidad que se acumula en nuestro interior.

viernes, 29 de julio de 2022

Breve nota sobre la alexitimia

 Cuando aprendí a escribir le mandaba notas a mi madre para pedirle perdón después de cualquier travesura. Era incapaz de expresarme verbalmente, una especie de alexitimia provocada por algunos de los muchos traumas que nos ocurren de niños y que ni siquiera recordamos. De adolescente siempre estaba mala con anginas. Supongo que lo no dicho se quedaba atrancado en la garganta. Hasta que un día, en la temprana juventud, exploté, me liberé y ahora dicen que hablo hasta debajo de las piedras. 

Esto me enseño 3 cosas:

1.El amor a la escritura gracias a no saber expresar verbalmente. 

2.La necesidad de apoyarme siempre en la psicología para entender el comportamiento humano. 

3.No debemos callar. 

domingo, 3 de abril de 2022

A través de la ventana

Llevábamos más de cuarenta y cinco años veraneando en la misma casa, en el mismo lugar. Como si de un ritual se tratara, todos los 31 de Julio cargábamos el coche de maletas, entre nervios y absurdas angustias. Siempre las mismas conversaciones, los mismos comentarios: que si llevamos demasiadas cosas, que si nos vamos un mes pero parece que nos vamos ocho, que si metamos los abrigos por si hace frio y un sinfín de frases que bien podrían aparecer en los libros de las 100 mejores frases célebres.

Religiosamente nos disponíamos a arrancar el coche pasado el mediodía no sin antes recibir un “tened cuidao y avisad cuando lleguéis” por parte de los treinta miembros de la familia.

Una vez transcurrido el viaje, lleno de canciones que se mezclan entre la rumba, Pink Floyd, Alejandro Sanz y algún que otro partido deportivo, hacíamos una parada de peregrinación en el bar de carretera de siempre, a mitad de camino, no sin un: ya huele a mar.

Y por fin en casa. Esa casa que en sus paredes ha albergado la vida de varias generaciones de la misma sangre y ya la mía propia. Cuatro paredes que acogieron a un joven matrimonio acompañado de sus ancianas protectoras, que nos vieron a mi hermana y a mi dar nuestros primeros pasos, fumar a escondidas los cigarros, dar los primeros besos y que escucharon unos cuantos llantos, generalmente al fin del verano.

Cuarenta y cinco años después de la primera vez que mi padre pisó esa casa, me fijé en él saliendo a ese balconcito con vistas al mar. Ese mar espectador que seguía allí, perenne, como si nada hubiera cambiado en todo este tiempo, esperándonos, verano tras verano, inmerso en su azul Atlántico. Pero al igual que debajo de esa capa cerúlea el mar alberga un sinfín de cambios, de movimientos, de tormentas, de mareas… mi padre tampoco era el mismo de hace 45 años.

Observé cómo sus pupilas enfocaban el paisaje de siempre, cómo sus preciosos ojos verde- azulados miraban con la nostalgia y la inocencia del niño que fue, del joven al que le gustaba navegar en momentos de tempestad y hacer frente a los leones marinos que intentaban derrotarle, siempre valiente y decidido. Y entonces descubrí en esa mirada que mi padre se había cansado de pelear, que ya había llegado el momento de retirarse a descansar, a disfrutar de ese mar desde la orilla, pisando los granos calientes de la arena, sintiendo esa estabilidad que el barco no te da.

Me di cuenta que mi padre se había hecho mayor, que los 70 estaban a la vuelta de la esquina, que su pelo era ya completamente blanco y que su espalda empezaba a mostrar la curva del peso que se ha mantenido durante tanto tiempo. Paré entonces a observarme a mí misma y vi que yo tampoco era aquella niña que corría a los amplios brazos de mi padre en busca de consuelo y seguridad y entonces tomé consciencia de que yo también lo había hecho, que yo también había cambiado. 

¡Y qué rápido pasa el tiempo y que poca cuenta nos damos...! Y ahí, mientras le observaba de reojo, deseando que ese instante durara para siempre, que este instante dure para siempre, me di cuenta de que el tiempo es la vida y la vida el constante cambio que nos acompaña. Y yo lo único que quiero es encontrarme a mi padre mirando el mar por esa ventana con la triste consciencia de que algún día lo hará a través de mí.

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